Por EMILIA PRIETO
= Colaboración. Costa Rica y marzo 10 del 38 =
¿La vida de Emilio Zolá es realmente una buena película? Si uno les toma el parecer a varias personas, dirán sí o no, según la calidad de personas que sean, desde el punto de vista de su cultura. Es muy interesante que el público grueso, por ejemplo, oiga de labios del héroe presentado por Hollywood, aquellas frases sentenciosas de que nada podrá detener la verdad en marcha, y de que los hombres pasan mientras a las ideas sobreviven. Hoy especialmente que los pies parecen ser superiores a la cabeza, son de un indiscutible valor esas presentaciones. Pero para los que saben eso de memoria desde hace mucho tiempo y han querido vivir con su propia vida la verdad en marcha, para los que condenan la regresión en todas sus formas y han puesto las ideas por encima de sus necesidades de hombres, sería más interesante que el mero sermón, ver con toda propiedad, dado el caso particular de Zolá, dónde y cómo halló esa hermosa verdad que inspiraba su vida y sus obras, y cuáles fueron esas ideas que revolucionaron todo un sistema ideológico, hasta fundar una escuela o corriente de carácter inconfundible que se llama naturalismo.
Para nosotros, la vida de un gran hombre no es el detalle doméstico ni la enfermedad que padece, ni su miedo a los chiflones, puesto que todo eso por baladí pasa y sólo la idea que lo hizo grande queda. Es más bien, la historia de cómo y porqué se fue planteando esos problemas humanos que lo inquietaron hasta la angustia, y le dolieron tanto en el alma, que terminó por dársela a sus semejantes toda entera en cada una de sus obras. ¿Pero este planteamiento es realizable en la pantalla? Absolutamente realizable y en el caso de Zolá muy particularmente. Si alguna ideología hubo fuerte por sincera fué la suya. Formuló en literatura problemas que simultáneamente formulaban las Ciencias Sociales. “Las guerras las hacen los poderosos para su provecho”, decía mientras se denominaba científicamente con lo de “penetración imperialista” a las invasiones armadas.
Es pues cuestión de interpretación plástica, de nomenclatura. De truco ingenioso. Menos narración por favor! —menos el “había una vez”, o el “once upon a time” de la historieta soporífera con que se duerme el nene, y más expresión certera que no es en manera alguna esclavizar al público con esas interminables escenas, en que son necesarias mucha cháchara y muchos movimientos cajoneros para que resulten. Tal vez si quepa a propósito de todo esto señalar un acierto. Aquel de la reacción saludable que le produce a Zolá la carta en que la Academia lo incorpora llamándolo inmortal. Qué fiesta hubiera sido eso para un cretino. Cuánto banquete y champagne a propósito del “magno suceso”. Pero no fué un narcisista Zolá. No fué un literato de concurso que anduviera buscando consagraciones oficiales y entonces al verse en el retrato del pintor amigo, tomado cuando andaba en plena lucha, siente asco y miedo del panteón académico y se decide a luchar nuevamente y con nuevos ardores. Pero ya aquí y con el caso Dreyfus vuelve en la película el drama con todo su anecdotismo. Sin embargo, hay un momento en que destella ligeramente lo que anda en el fondo y en la realidad de todo y es aquel en que Zolá al verse perdido ante los Tribunales, apela al pueblo y a su sentido de justicia cuando lo condenan jueces venales y oficiales corrompidos.
Luego el paseíto aquel de Dreyfus, de la celda a la playa y de la playa a la celda en que se eterniza la película es abominable. Se insiste mucho y sin ningún justo propósito en una horrible miseria, dándole un carácter bufo y espectacular que no alcanza siquiera efecto dramático. Porque hay que advertir que también Zolá lo hace en sus obras en las que la miseria humana alcanza su más crudo realismo, pero lo hace como Goya en sus Caprichos, con un enérgico tono de protesta y con el vehemente propósito reivindicador de un gran revolucionario.
En cuanto al caso Zolá-Cézanne hay cierta falsa parcialidad que favorece al primero, Zolá no comprendió a Cézanne, ni supo nada de la revolución que simbolizaba aquel genio. Sabido es que en L' Oeuvre el escritor trata a su amigo con impiedad en la persona de Claudio Lantier. Pero este error de Zolá cobra hoy por hoy excepcional importancia. Muchas y muy oportunas cosas podrían plantearse en torno de esto (ya que la incomprensión no es mala fe) para llegar a la conclusión de que lo que a fines del siglo XIX alejó a ambos es lo que hoy los hace complementarse.
Pero la película aquí también se queda corta. Sigue presentando al mortal con menoscabo del inmortal, al hombre que oculta al superhombre, haciendo énfasis en lo biográfico y enredando en los hilos de la vacuidad cotidiana a dos genios, que sobre el borrascoso cielo del siglo XIX, volaron serenamente y a gran altura.